El exterior me atrapaba en los huecos y en los momentos vacíos. Cuando escribía libros, creo que ni siquiera leía los periódicos. No reparaba en lo que sucedía, ni lo comprendía. Escribir artículos era salir afuera, era mi primer cine.
Marguerite Duras, Outside, 6 de noviembre de 1980
Las Flores
del Argelino
Es domingo por la mañana, las diez, en el cruce
de las calles Jacob y Bonaparte, en el barrio de Saint-Germain-des-Prés, hace
diez días. Un joven que viene del mercado de Buci avanza hacia este cruce.
Tiene veinte años, viste muy miserablemente, y empuja una carretilla llena de
flores: es un joven argelino, que vende flores a escondidas, como vive. Avanza
hacia el cruce Jacob-Bonaparte, menos vigilado que el mercado, y se detiene
allí, aunque bastante inquieto.
Tiene razón. No hace aún diez minutos que está
allí –no ha tenido tiempo de vender ni un solo ramo– cuando dos señores “de
civil” se le acercan. Vienen de la calle Bonaparte. Van a la caza. Nariz al
viento, husmeando el aire de este hermoso domingo soleado, prometedor de
irregularidades, como otras especies, el perdigón, van directo hacia su presa.
¿Papeles?
No tiene papeles de autorización para entregarse
al comercio de flores.
Así, pues, uno de los dos señores se acerca a la
carretilla, desliza debajo su puño cerrado y -¡eh!, ¡qué fuerte es!- de un solo
puñetazo vuelca todo el contenido. El cruce se inunda de las primeras flores de
la primavera (argelina).
Ni Eisenstein, ni nadie están ahí, para captar la
imagen de las flores por el suelo, que mira el joven argelino de veinte años,
escoltado a uno y otro lado por los representantes del orden francés. Los
primeros coches que transitan por allí, y esto no puede impedirse, evitan
destrozar las flores, esquivándolas instintivamente mediante un rodeo.
Nadie en la
calle, excepto, sí, una mujer, una sola:
– ¡Bravo!,
señores –exclama–. Ven ustedes, si se hiciera eso cada vez, nos libraríamos
pronto de esta chusma. ¡Bravo!
Pero viene del mercado otra mujer, que iba tras
ella. Mira, tanto las flores como al joven criminal que las vendía, y a la
mujer jubilada, y a los dos señores. Y sin decir palabra, se inclina, recoge
unas flores, se acerca al joven argelino, y le paga. Después de ella, llega
otra mujer, recoge y paga. Después de ésta, llegan otras cuatro mujeres, se
inclinan, recogen y pagan. Quince mujeres. Siempre en silencio. Aquellos
señores patalean. Pero, ¿qué hacer? Esas flores están en venta y no se puede
impedir que se quiera comprarlas.
Apenas han pasado diez minutos. No queda ni una
sola flor por el suelo.
Después de esto, los citados señores pudieron
llevarse al joven argelino al puesto de policía.
M.D
France-Observateur
1957
1957